jueves, 3 de marzo de 2011

La hora del lobo


La soledad y la muerte están emparentadas. Sólo que la soledad es más discreta. No anda por ahí, mostrándose de modo descarado y obsceno. La muerte es sangre, es piel pálida y fría, es, al menos para aquéllos que nos quedamos acá, siempre el recordar que algo nos arrebatará del mundo, algún día, y nos llevará quien sabe a dónde o bien nos destruirá, cálidamente. La soledad es como el silencio después de una batalla. Es como el ámbito purificado y cristalino después de la tormenta.

La muerte ronda. Acecha. Nos espera a la vuelta de la esquina. Nos persigue, infatigable. No nos pierde un momento de vista, clavando sus ojos, siempre tan vivos, en nosotros: está esperando que la vida se descuide. La soledad no actúa del mismo modo. Se niega a perseguirnos y, en cambio, le da tiempo al tiempo. Es más sabia que la impaciente muerte, y nos conoce mejor. Mientras nosotros le damos la espalda, deslumbrados por el mundo y su parloteo, ella se sonríe y se sale a caminar por una ciudad que no es para nosotros, por unas calles y unas plazas que sólo en ciertos estados de la conciencia podemos percibir. Si acaso nos la encontramos y fingimos no conocerla, ella no hace caso y se sigue de largo, no sin antes rozarnos, un poco en burla, la mano al pasar. Se sienta en el quiosco de la Plaza, mira la Catedral, y se sabe, de pronto, dispuesta a esperarnos todo el tiempo que haga falta. Tarde o temprano, se dice, va a regresar.

Y nunca se equivoca. Sucede comúnmente de noche, ya avanzada la sombra. Pareciera que un lobo se bebiera nuestra sangre. Entonces, retomamos el camino a su casa, seguros de que, a pesar de nuestros desprecios, a pesar de nuestra persistente fuga, nos recibirá con los brazos abiertos. Durante noches enteras, no haremos más que mirar sus ojos, grises y calmos.

2 comentarios:

Taun We dijo...

Me ha gustado mucho, es un placer pasar a leerte.

Saludos enormes.

Alexandro dijo...

Gracias e igualmente, señorita We.