lunes, 14 de marzo de 2011

Camino alterno


Creer o no creer en Dios son, ambos, actos de fe: así como ningún creyente puede “demostrar” a los demás que Dios existe, ningún ateo puede demostrarle a nadie lo contrario. Ambas actitudes son hechos internos en un ser humano determinado, en su mente, en su sicología. A pesar de ello, detecto en el hecho de creer una ventaja, silenciosa e intima: aunque no pueden “mostrar” a Dios como se muestra un descubrimiento científico, pueden “sentirlo”, esto es, pueden demostrárselo a sí mismos. Es un acto de fe en clave positiva, que incluye, según he escuchado, casos de visiones y otras cosas de tipo mental que refuerzan su creencia, su personal acto de fe. La situación de los ateos es bastante más tensa, más ríspida (y se los digo por experiencia propia): no tienen otra alternativa que aferrarse a la razón, a la lógica, y, para colmo, a su propia razón y a su propia lógica, siempre limitada e inconstante, como en todo ser humano. Creo que el camino del creyente es más fácil (no necesariamente mejor o más cierto) que el del ateo, porque el acto de fe religioso se basa en un abandono de las fuerzas, en un despojarse de las dudas y, en cierto modo, del sentido crítico: para el creyente, dudar suele doler, así que se eliminan las dudas y se busca la fe ciega. El acto de fe ateo, es decir, el “creer que Dios no existe” duele desde el inicio: se trata de un acto de fe en clave negativa, es decir, un acto de fe que niega una forma determinada de fe. Se trata de una situación difícil de explicar y defender: el ateo, a diferencia del creyente, se enfrenta, con mayor o menor valentía, a las dudas y rehuir a dichas dudas es rehuir a su condición de ateo. Además, socialmente el ateísmo y el agnosticismo son muy mal vistas, y esto complica aún más la situación ya que las discusiones abundan.

Pienso que la mejor actitud frente al problema religioso, al menos para mí, es el agnosticismo, ese estado mental de permanente duda, de permanente cuestionamiento sobre los propios pensamientos. El creyente dice “Dios existe”, el ateo afirma que no existe, y al agnóstico, a grandes rasgos, dice que no sabe si existe o no y que tanto creyentes como ateos tienen excelentes razones para creer lo que creen, pero que, sencillamente, nada los convence. Nada nos convence, debiera decir.

Puede parecer una forma fácil e irresponsable de tomar el problema religioso, pero no me parece que sea así. Me parece que, después de discutir una y mil veces sobre la existencia o inexistencia de una Divinidad consciente de sí misma, se puede notar que, tanto ateos como creyentes, “pertenecen” a un tipo específico de hombres, es decir que requieren de cierta “militancia”, por decirlo así, y de cierta ceguera y terquedad muy contradictoria y sospechosa. Ambas actitudes contienen la semilla del fanatismo porque son posiciones establecidas que luchan, con fiereza, entre sí, sin entender que son simples puntos de vista, tan personales como dudosos. Sin comprender que la Divinidad, de existir, no es entendible, no es visible a nosotros por ser demasiado antigua y nueva, enorme y minúscula, poderosa y risible al mismo tiempo. Yo, que he visto de cerca ambos extremos, prefiero ahora mirar, pasmado, la batalla desde un buen sitio, y gozar, como con una novedad, con la luminosa fe esgrimida por el creyente y con la razón punzante del ateo. Estas dos espadas, cuando chocan, provocan unas chispas de inmejorable belleza.

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