lunes, 24 de enero de 2011

Batalla


Habría que batallar con las palabras. Batallar: entrar en batalla. Combatir. Pero hacerlo para morir en ese curioso campo de batalla de los símbolos y los desnudos significados. Nuestra derrota sería la victoria más grande de todas. Permitir que la espada, destinada y fatal, de una palabra nos atraviese el corazón. Atraviese el tiempo.

Mi pasado está hecho de palabras y yo soy lo que soy por mi pasado. Siendo así, todo tiene sentido: si el pasado es una estructura lingüística, una minuciosa narrativa, entonces es literatura y, por eso, tiene sentido. Hay un orden y yo puedo penetrar en él, igual que un exégeta ante un texto complejo, casi infinito.

Las palabras de mi pasado son algunos frescos amaneceres y un atardecer que llenó de sangre al cielo; son el mar y el olor del mar y la certeza de estar frente a algo indomable, cercano a los dioses más remotos; son algunas personas, unas calles frías, dos o tres casas.

domingo, 23 de enero de 2011

Mensaje


Tú todavía no lo sabes, pero te llamarás Santiago. Así será porque a nosotros, tus padres, nos gustó la sonoridad, un tanto melancólica, de ese nombre, pero no vayas a creer que fue fácil elegirlo. Estuvimos decidiendo durante un tiempo, pronunciando en voz alta cada opción para saber, a ciencia cierta, como queríamos llamarte, como queríamos que te nombraran tus amigos, que están acá esperándote o que, quizá, vienen, igual que tú, en camino; eligiendo el nombre que pronunciará tanta gente que se cruzará contigo en esto que apenas comienzas y que aprenderás a llamar vida; el nombre con el que te festejarán tus primeros pasos, las primeras palabras, las primeras señales de tu carácter y personalidad; eligiéndote el nombre que, en una noche fresca, más cercana de lo que tú crees, dirá en tu oído, despacio, alguna mujer amada; el nombre que yo espero no alcanzar a leer en tu tumba. Santiago.

Tú ni te lo imaginas, pero acá, en el mundo de afuera, ya te estamos esperando. Hay personas inquietas, esperanzadas, impacientes por mirarte, por escuchar tu primer llanto y poder ser los primeros en consolarte, en hacer cariñosas payasadas por escucharte reír. Te estamos preparando el camino, pero, ¿será suficiente?

Todavía no, pero tarde o temprano tendrás que saberlo: el mundo no es el paraíso y las personas, en ocasiones, no son los mejores compañeros de viaje. Pero, más seguido de lo que esperas, hallarás personas sabias y escucharás, en medio del bullicio incomprensible, palabras llenas de significado, verdaderas y valiosas, como diamantes enterrados. El mundo, Santiago, la vida, siempre te acerca, pareciera que te regala, lugares, cosas, gente, recuerdos, que te llenan de calma y por los cuales podrías, aunque parezca cosa de locos, dar la vida.

Tú no sabes, aún, estas cosas. Habitas tu mundo acuático, cálido y silencioso, en donde lo único que escuchas es el ritmo constante y arrullador del corazón de tu madre y, a veces, algunos curiosos ruidos externos: somos nosotros, que ya te queremos hablar, que ya queremos que nos escuches, Santiago. Que ya pensamos en ti, todo el tiempo.

martes, 11 de enero de 2011

Espejos


Recuerdo que era un día nublado. El ruido era, todavía, excesivo. Y sin saberlo caminaba el sendero que caminaría tantas veces, bajo distintos signos, bajo distintos dioses. El camino, las calles, que se volverían una sola calle larguísima; me parecía, hace tan poco tiempo, inagotable.

Después vino la lluvia: esa lluvia y no otra. Esa tarde que cayó del cielo o que salió de entre el asfalto, de entre la gente, los carros, los camiones urbanos. Esa lluvia que era la primera: la más pura. Yo me hice amigo de esa lluvia, y caminamos los dos juntos, despacio, conociéndonos: yo dejando que me mojara, que me empapara de pies a cabeza; ella dejándome atravesarla, permitiéndome habitarla como si fuera mi casa y con la confianza y alegría (si, alegría) con que se reencuentran dos viejos amigos que no se habían visto desde hacía muchas, innumerables vidas. Cuando, a pesar de mi, regresé a mi casa, antes de entrar me paré en medio de la calle, que era un río, extendí los brazos y comencé a brincar, riendo, como un niño o un loco.

Recuerdo, también, otros símbolos: mi memoria es una tumba que es un libro que es un pozo que es un laberinto, y yo desciendo en ese pozo y no encuentro el fondo, ya no se escucha, de tan profundo, ni siquiera mi voz; yo me pierdo, irrevocablemente, en ese laberinto, y suelto, con una misteriosa seguridad, el hilo que desea resguardarme y que me guía. Un símbolo recurrente: una mujer que baila con el fuego, que se parece a la muerte, y que termina por atraparme con unas cadenas que yo acepto como quien se lanza a un abismo. Uno más: una casa donde las palabras son alcohol y el alcohol más que una palabra. Esa casa, recuerdo, tenía una abertura en el techo que siempre me intrigó: parecía una puerta clandestina del cielo.

Los símbolos son demasiados. Cada que tomo conciencia de ellos tengo la sensación de que el tiempo sólo acepta dos interpretaciones: o es una ficción, un espejismo de la mente, o es un camino, un territorio y un mar. Esta última opción no la comprendo, pero ahí estaba ya y no ha sido culpa mía.

miércoles, 5 de enero de 2011

Década

Han pasado tantas cosas y al mismo tiempo tan pocas desde aquél 2 de Julio en que el PAN, abanderado por Vicente Fox, ganó las elecciones presidenciales, después de más de setenta años con el PRI. Para todos, ese hecho significó algo y todos tuvimos una opinión, aunque dicha opinión variara muchísimo de naturaleza y de principios. Yo tenía entonces solamente 13 años, sin embargo recuerdo muy bien las calles céntricas de la ciudad de Cuauhtémoc abarrotadas de gente que, a pie o en carros, ondeaban, emocionados, la bandera albiazul del Partido. El característico bocinazo panista por todas partes y, por las banquetas e incluso a media calle, grupos de personas celebrando la victoria que sentían muy propia, muy personal. Y lo recuerdo porque yo era uno de ellos: si bien tenía trece años, siempre me ha apasionado el tema político y mi familia participó, de manera activa, en el Partido Acción Nacional durante los años ochenta, al lado de Francisco Barrio y Luis H. Álvarez, y aún durante los años noventa, con la candidatura, por ejemplo, de Cevallos a la Presidencia. Si retrocedo aún más, puedo recordarme en acaloradas elecciones internas, en donde, de manera espontánea, surgían de entre el público ruidosas porras y vivas a cada uno de los precandidatos, de tal modo que no solo era una competencia entre dichos sujetos sino también entre las distintas porras, que se esmeraban por gritar y aplaudir más fuerte que los oponentes, con lo cual el estadio o gimnasio en cuestión parecía estar a punto de venirse abajo; me recuerdo en mítines de innumerables candidatos a innumerables puestos públicos: lejanamente me acuerdo de Barrio, de modo más cercano y nítido de Cevallos, hablando, con su característico tono y energía, en un discurso que fue interrumpido por la lluvia. Con estos antecedentes, no les será difícil imaginarme, de trece años, con una bandera que me cansaba el brazo y rodeado de una multitud, afuera de la sede del PAN en Cuauhtémoc, mirando atentamente la pantalla de tela en donde se proyectaba la imagen en vivo del entonces Presidente Zedillo, aceptando la victoria de la oposición y la derrota del, años atrás, invencible PRI.

Han pasado tantas cosas y al mismo tiempo tan pocas desde aquél 2 de Julio del 2000. Se han perdido algunas palabras, se dejaron a un lado o bien quedaron amontonadas entre las banderas y los cartelones, ya inservibles después de la victoria. La clave estaba en el Gobierno de Fox: Fox tenía en sus manos la palabra más importante de la transición mexicana, que no escuchó con la atención que se requería, que no valoró y sopesó en el momento crítico: la palabra “cambio”.

No se me malentienda: considero que Vicente Fox fue uno de los mejores Presidentes que ha tenido este país y estoy seguro que el más honesto. Su llegada a la silla presidencial fue un hecho histórico y positivo, no solo a nivel nacional sino internacional. Pero el problema es que Vicente Fox no debió haber hecho un buen gobierno, como lo hizo, sino un gobierno histórico. Lo histórico fue su llegada, el sacar al PRI de Los Pinos, el llevar a la oposición (o a parte de ella) a la victoria tan esperada, pero no su gobierno, no su administración. Fox perdió su oportunidad histórica, y con él el PAN. Había que actualizar, y en muchos casos demoler por completo, muchísimas estructuras anacrónicas que todavía hoy, luego de diez años, siguen en pie. Había tantos tabúes, tantos paradigmas que confrontar. La llegada de Fox a la Presidencia fue una oportunidad histórica que, sencillamente, se desperdició. El momento era propicio, no el personaje.