jueves, 28 de abril de 2011

Desde abajo


Una cosa es cubrir Túnez: es un escenario. Pero cuando los medios informativos se enfrentan a lo que actualmente sucede en Medio Oriente, su capacidad queda rebasada. Esto se asemeja a una epidemia de protestas, de revueltas. De revoluciones.

Difícil saber que es, realmente, lo que sucede. La realidad de un país, cualquiera, es siempre muy compleja y nunca podemos guiarnos por una visión de “buenos y malos”, de “héroes y villanos”, como lo han hecho muchos en el caso que nos ocupa. Pero una cosa parece clara, y se trata de una claridad que me entusiasma: las protestas, y los protestantes, parecieran estar “más allá del bien y del mal”. Me explico: hay dos “revueltas”, a mi parecer: una es la política, esa que están luchando los grandes poderes mundiales que están viendo, inevitablemente, a ciertos intereses peligrar o al menos en riesgo de peligrar. En este caso, podemos mencionar a Irán, por ejemplo, pendiente, como lo está, de cada movimiento opositor, a fin de que no se convierta en un Egipto; está, claro, Estados Unidos. Y uno muy importante, y que ha estado un poco callado pero que, sin duda, no ha estado inactivo, es Israel: para el estado judío es de vital importancia quien cae y, sobre todo, quien se levanta. Y hay muchísimos otros intereses políticos y económicos en juego, y todo esto conforma, a mi modo de ver, esa primera revuelta, que es, por cierto, la que los medios de comunicación más explotan.

Por otro lado, está la Revuelta, con mayúsculas. O la Revolución. Esa está más allá del bien y del mal porque no está interesada en los muchos intereses que está afectando, o en los muchos que está beneficiando: ellos sólo quieren libertad y mejores condiciones de vida. Si esto significa remover el avispero y provocar lo que tenga que provocarse, pues no les importa, y está perfectamente bien que no les importe. Y aquí, entonces, tengo que cambiar el orden y decir que esta sería la primera de las revueltas y la otra la segunda, ya que ésta provoca a la otra y no viceversa.

Es difícil saber qué está pasando realmente por allá, pero una cosa es segura: es Historia e Historia impulsada desde abajo, desde el pueblo, desde la ciudadanía, y por ello es admirable. A pesar de todo.

lunes, 25 de abril de 2011

Las dos voces


Ahí está la primera voz. La escucho, distante y desesperada, como si hubiera un laberinto y yo estuviera en algún punto, perdido, escuchando esa voz, la primera, que está en el centro y que trata de guiarme hacia ella. Los muros y rincones del laberinto ahogan la voz, pero me es inteligible cuando menos una pequeña parte del mensaje. Entonces, me siento frente a la computadora y comienzo a escribir.

Si escribo una frase que me satisface surge, entonces, esa segunda voz. Es lenta, cautelosa, pero afilada e inteligente como si fuera un demonio: me dice que no puedo escribir, que después de esa frase medianamente buena que he escrito nada bueno podrá salir. Me dice que mi cerebro se ha quedado seco, estéril. Yermo. Y antes la escuchaba: me quedaba pasmado, frente a la computadora, escuchando ese rumor escéptico hasta que terminaba por concederle la razón y entonces dejaba de escribir. Después, la odiaba profundamente y me odiaba a mi mismo por haberla escuchado. Era el tiempo en que pensaba que esa segunda voz y yo éramos enemigos.

Ahora entiendo que no es así.

La sigo escuchando siempre que escribo (la escucho en este momento) pero nunca le hago caso. Así, sin molestarnos demasiado, nos hemos dejado de odiar. En ocasiones, presto atención a sus argumentos, pero sólo hasta que me doy cuenta de que va teniendo cada vez más la razón; de que, en efecto, la línea que acabo de escribir en el poema ha salido más que deficiente y de que la siguiente no tiene muchas posibilidades de sonar mejor. La escucho discutirme sobre ese adjetivo que he agregado (“demasiado colorido, muy folclórico, suena espantoso, es contradictorio, muy gris, muy rimbombante, vas de mal en peor”) y sé que tiene razón, pero aún así me siento bien con el dichoso adjetivo y lo mantengo.

De tanto golpear el teclado, algo sale y no me siento tan mal con ello y lo subo al blog. Las dos voces y yo estamos en paz, entonces.

sábado, 23 de abril de 2011

Hallazgo

I

A ratos me atrevo a estar solo,

que es igual a decir conmigo mismo,

aunque así dicho duela más.

Me atrevo a mirarme en el espejo del tiempo

aunque tomando las debidas precauciones

y sin exceder las dosis recomendadas de ensimismamiento.

Que se puede uno morir.

II

Se me ve entonces redecorando las ruinas

e invocando imprecisos fantasmas.

Niego saludos y dejo manos extendidas

y se me malentiende.

Se piensa que soy tonto, pedante o grosero

y acepto que los tres adjetivos me los echo al cuello,

según la ocasión.

Pero no es el caso:

sucede que, en tales ocasiones, el mundo

se va de mis manos como el agua

y yo quisiera retenerla entre mis dedos y beber,

pero el agua se filtra y corre

porque si no, no sería agua.

III

La tarde también es como el agua

cuando su luz se filtra y corre entre las ramas de los árboles

o como un pájaro omnipresente,

pero aquella vez era la noche y un aroma y un cuerpo nuevos.

¿Recuerdas que te causé el primero dolor?

Ya desde entonces y desde entonces sin tregua.

El amor no reconforta ni calienta: calcina,

¿te acuerdas?

lunes, 18 de abril de 2011

La búsqueda

El anterior de mis poemas demuestra lo que es capaz de producir un hombre desconcentrado y de pocas luces como yo: un poema espantoso. Me di cuenta de ello, desgraciadamente, cuando ya lo había subido, y no me gusta eliminar algo que ya he aceptado. Por tanto, lo retomé y le cambié su forma, más no su contenido, pasándolo a prosa, borrando y agregando palabras. Cambié la voz narrativa: el poema está en primera persona y éste tiene un narrador omnisciente, lo que me ha permitido crear, como tal, a un personaje, que de hecho era la (frustrada) intención original.

Creo que ha quedado un poco mejor, o al menos estoy más a gusto con lo que ha resultado. Les corresponde a los lectores el juicio final.

La búsqueda

Y dijo: Yo soy el Dios de tu padre, Dios de Abraham, Dios de Isaac, y Dios de Jacob. Entonces Moisés cubrió su rostro, porque tuvo miedo de mirar a Dios. Éxodo 3:6


En un desierto, que ya no es el mismo, un hombre buscó a Dios y se supo fracasado desde el principio: no poseía la energía mística de los profetas ni la prodigiosa resignación que se requiere para lanzarse al abismo de la fe. Era, sin embargo, un curioso y un terco y, por ello, su derrota fue triple.

Habló, primero, con aquéllos que decían haber conocido a Dios, pero en la maraña de conversaciones no encontró lo que buscaba: eran hombres como ciudadelas amuralladas, como ciegos y hermosos Minotauros refugiados en su laberinto. De este primer fracaso emergió la soledad.

Se metió en la Biblioteca y de allí no salió en muchos años. Desde las primeras páginas comprendió que había errado, otra vez, su camino: entre los estantes (tantos y tan grandes que parecían, que eran, una ciudad de fantasmas) no encontraría Su Rostro, sólo su rostro, su rostro humano y bajo y lleno de mal. Lleno de tiempo. Pero era maravilloso hundirse en el error. Años después, volvería a sentir la luz del sol en su piel ya arrugada, en sus ojos deslumbrados.

No le quedaba más que su espíritu. Descendió a él, a sí mismo, como quien desciende a los infiernos. Lo primero que notó fue la hostilidad del paisaje. A lo lejos, en mitad de un páramo, se elevaba un castillo y frente a sus puertas un hombre y un dragón. Estos luchaban entre sí, pero hacía tantos años que mantenían su batalla, y tanto se conocían, que parecían estar jugando o bailando. Sin embargo, al amanecer de un día muy cercano, uno de los dos tendría que morir. El guerrero era él mismo, y su rostro era fiero e infatigable.

Decidió suspender la búsqueda. La zarza era demasiado luminosa, la voz de la zarza demasiado verdadera.

domingo, 17 de abril de 2011

Búsqueda interrumpida


Yo quería encontrar a Dios.

Estudié lo que los hombres habían imaginado acerca de Él.

Leí mucho, pero Su Rostro no apareció, tan sólo el mío:

mi cara, tan baja, tan llena de mal.

Hablé entonces con quienes decían haberlo visto

y encontré hombres que eran como ciudadelas amuralladas,

como ciegos y hermosos Minotauros en su laberinto.

Me alejé de ellos. Y de todos los demás.

Pensé que quizá Dios estaba en mí,

que mi mente era una gruta, oscuramente clara,

en donde Él y yo nos pudiéramos citar.

Adentrándome en mí, como quien baja a los infiernos,

encontré a un hombre luchando contra un dragón:

ese hombre tenía mi rostro y era incansable.

El guerrero y el dragón, más que luchar, parecían estar jugando

pero uno de los dos moriría, en un cercano amanecer.

Entonces leí que Moisés, el que vino del agua,

se tapó los ojos para no ver a Dios

que era una zarza en llamas.

Imaginé el sabio espanto de Moisés,

la prudente cobardía de la ignorancia

y decidí suspender la búsqueda.

Dios, me dije, no existe existiendo,

lo creó todo sin crear nada.

miércoles, 13 de abril de 2011

Aquí

Aquí, en estas tierras ennegrecidas o rojizas o amarillentas, la gente desaparece. En mi ciudad, la gente se esfuma, como si un rayo invisible (que todos ven) los convirtiera en nada. O en memoria adolorida, quejumbrosa. Es algo tan triste, tan exento de palabras, tan difícil de pensar. La cacareada “violencia”, el torbellino, la sinrazón, la estupidez de las balas. La violencia. Es tan triste. Un hombre bebe en un bar. Es un hombre tan malo o tan bueno como lo es cualquiera. Mañana y tarde, el trabajo. En la noche el bar, unos tragos, pláticas desordenadas, simples. Después, la casa. Tiene un hijo que hoy aprendió a escribir su nombre y el padre se siente bien por ello. Tiene una esposa. A veces es feliz. A veces desea poder darle la vuelta al tiempo. Es tan triste. Unos hombres entran y el trago se le cae de las manos. Todo le parece un sueño. Una bala en el cuello: la sangre, profusa, espesa, sobre la barra. Da la espalda y le llueve. Una le destroza la cabeza. No supo nada, no comprendió nada. No supo quién lo mató. Nadie lo va a saber. Es tan triste. Un camión de pasajeros, la carretera interminable, a los lados un desierto polvoriento. Es un camión lleno de nombres y de memoria. Algunos duermen: soñarán que han llegado, soñarán su vida. Los paran, los bajan a todos y se los llevan. No hay modo de resistirse. Días, semanas después, el viento descubre sus rostros en la arena. Es tan triste. O pagas o quebramos a tu familia, escucha el comerciante: paga. El primero sale forzado, pero sale. El segundo pago se dificulta: el primero desestabilizó la tienda, no se le pudo dar vuelta. Un día, fatal, previsto en pesadillas, desaparece el hijo. Reciben en casa una grabación, sin video: su hijo grita de dolor, se escuchan los golpes, el llanto, el terror. Hay que sacarlo, hay que recuperarlo. Venden lo que sea, piden prestado, hipotecan. Semanas después lo recuperan, lo abrazan. Pasa un mes y ahora quieren más, no están satisfechos, ya sabes que te la cumplimos. Es tan triste. Hierve la sangre: uno quisiera matar a quienes matan, uno quisiera convertirse en el daño para contrarrestar al daño. Uno quisiera callarse y callado morir de hambre.

lunes, 11 de abril de 2011

Baldío


Este poema, resueltamente mediocre,

quisiera ser conjuro.

No alcanza a tanto, por supuesto:

el pobre nació manco, cucho, tuerto.

Hay gente que es tierra fértil,

y sus poemas un santuario

donde germinan las palabras.

Hay gente que es como el viento.

Yo soy un terreno baldío.

Mis palabras son libélulas oscuras y pesadas.

Son todas idénticas.

Hoy siento que el mundo es un cementerio de elefantes.

viernes, 8 de abril de 2011

Ruinas


El silencio abundante de las calles que me recorren,

que me caminan.

Los parcos alimentos,

el agua del paraíso perdido limpiando mi garganta,

el asedio del sol a mi sombra

y las palabras desarropadas, como mendigos, durmiendo en las glorietas,

quemándose de frío.

Eso es lo que ha quedado.

Qué maravilla la muerte

que nunca muere.

Qué maravilla que los muertos

no llorarán en nuestro féretro,

que ya no pueden perder más,

que ya todo han ganado.

Dichosas las palabras

que son plenas sin importar el poema, logrado o mediocre, que conformen,

que se bastan a sí mismas,

solitarias y solidarias,

solícitas y solísimas.

jueves, 7 de abril de 2011

Perdición

En “París era una fiesta”, de Hemingway, leo: “… pensé que todas las generaciones se pierden por algo y siempre se han perdido y siempre se perderán… “

Muy sabio fue Hemingway al considerar a su generación como una “generación perdida” o, mejor dicho, como otra generación perdida: vista así, dicha generación, que se refiere a los jóvenes norteamericanos que habían peleado en la Primera Guerra Mundial, se aprecia desde fuera, de forma exterior, como si ellos ya no fueran jóvenes cuando, en realidad, lo son (lo eran, pues). Pero son también lo suficientemente lúcidos como para entender que su generación, esa fuerza nacida del tiempo y de la casualidad, se encamina a la perdición.

Las palabras de Hemingway son melancólicas. Son la verbalización de un escepticismo, ciertamente amargo pero que también enorgullecen al autor. Todas las generaciones se han perdido por algo, incluso por alguien (los jóvenes alemanes durante el Tercer Reich, por ejemplo) y las razones de dicha perdición varían demasiado como para mencionarlas aquí. Pero existía una búsqueda, un objeto deseado por el cual, o en el cual, perderse. Mi generación, en cambio, no parece tener un objeto deseado, no al menos uno en común.

Esta breve y deficiente entrada podría haber sido menos deficiente si hubiera sido más breve. Podría haber escrito, sencillamente, que mi generación es la primera de las generaciones (realmente) perdidas y que ya no intentan reencontrarse. Hemos abandonado la búsqueda.

martes, 5 de abril de 2011

Breve nota sobre Borges


No me gusta escribir sobre Borges: caigo siempre en una escritura tan elogiosa que termina siendo muy parecida a la adulación. Me dispongo a recaer en el error, a pesar de todo. Para no perder la costumbre.

De Borges me gusta su prudencia. El estilo de Borges es tan característico que, utilizado en exceso, terminaría por ser completamente insoportable: de ahí el recelo de Borges hacia su propia voz, de ahí el hecho de que economizara tanto, de que fuera tan cauto al usar, más que el lenguaje, su lenguaje: el lenguaje de Borges.

Con esa voz, y sobre todo con ese silencio, nos cuenta Borges unas historias maravillosas, emotivas y reflexivas en igual modo. Y es que, aunque la forma importa mucho (la adjetivación, por ejemplo), Borges no es un formalista. Aunque su prosa sea muy estética y elegante, está subordinada al contenido.

Sin embargo, estoy a punto de contradecirme: lo que Borges dice es imposible decirlo con otra voz. Sólo en su voz el cuento nos dice lo que nos dice. La virtud de Borges estaría, pues, en ese punto: forma y fondo, sin ser lo mismo, son lo mismo.