lunes, 29 de noviembre de 2010

Las palabras

Sencillamente escribir. No es que no me importen las grandes historias, esos argumentos que pueden, con tanta facilidad pero utilizando algo que se parece a la magia, cambiar vidas. La aventura del Quijote y su amplísima significación; los mitos fundadores del mundo greco-latino; la estirpe apasionada de Cien años de soledad y esa historia amarga, sepia, que a mí me cambió la vida, que me transformó: la conversación entre Zavalita y Ambrosio en La Catedral, en medio de borrachos, narrada por Mario Vargas Llosa. No es que estas historias no me importen, pero creo que yo no les importo a ellas. No quieren hablar conmigo.

Excavar en mi pasado, o en esa curiosa forma del pasado llamada memoria, y entonces, de pronto, ver aparecer, como un fantasma o un demonio en medio de la oscuridad, una historia. Ahí están las palabras, y entonces sentir como ya no soy yo quien escribe, ya no soy yo quien se expresa: es el otro, el que realmente soy, el que utiliza mi cuerpo y mi pensamiento y mis hábitos y mis vicios para ocultarse, para que lo dejen en paz. Es su boca sin dientes la que habla. Son sus manos tan frías las que escriben. Son sus palabras las que aparecen, ante mis ojos incrédulos, en la hoja en blanco.

Simplemente narrar. Sin juicios, sin prejuicios, sin límites. Y el mundo, la casa, la escuela, la calle, el rostro de un amigo, la sangre de la víctima, cambian y se convierten en símbolos, en pozos sin fondo, en bosques donde es tan fácil, tan grato, extraviarse.

martes, 23 de noviembre de 2010

Un laberinto


El principal obstáculo para vencer al crimen organizado, concepto tan complejo y extenso, es el hecho de que México, pareciera, no es un país lo suficientemente fuerte. Ojo: el Estado mexicano es fuerte, pero México no lo es, no lo suficiente. Un país no es lo que es su gobierno, sino lo que es su gente, su pueblo, su ciudadanía. Y la ciudadanía de México, en una buena parte, no es una ciudadanía fuerte, organizada y combativa. De este modo, es terriblemente fácil que los narcotraficantes, los asaltantes y los extorsionadores (que no son lo mismo, necesariamente) se vean protegidos y apoyados por el pueblo.

Al momento de lanzar esta ofensiva contra los cárteles de la droga, el gobierno federal, es decir Calderón y su gente más cercana, calcularon mal, cometieron errores al visualizar la situación del país y, sobre todo, la respuesta que tendría, ya en el terreno de guerra, el pueblo ante dicha ofensiva. México está inmerso en una cultura de la criminalidad y de la corrupción desde hace ya demasiado tiempo y prácticamente todos hemos crecido en esta cultura, o incultura, incluyendo, evidentemente, a aquellos que ejercen como policías o soldados. De este modo, al agitar el avispero lo que ocurre es que el país entra en crisis: el gobierno, al menos una parte del mismo, está atentando contra su “estilo de vida”, contra sus hábitos. Nadie, o muy pocos, apoyan realmente, en la práctica, al gobierno federal, que se queda solo.

Creo que lo que más nos preocupa a los que vivimos en este país es la terrible descomposición social que está ocurriendo, principalmente en algunas zonas muy localizables como en la ciudad en la que vivo. Eso es lo que sentimos, lo que vemos día a día: cada vez más policías federales, cada vez más soldados patrullando pero, contradictoriamente, cada vez más historias de sangre entre nuestra gente cercana, cada vez más balaceras por las noches, cada vez más parientes cuyos negocios están a punto de cerrar por las temidas extorsiones, cada vez más muertos sin explicar y más asesinos sin castigar. Cada día, cada noche, las calles más inseguras, las mismas calles que hace un año estaban llenas de gente, las mismas por las cuales solíamos caminar pacíficamente, ahora son calles amenazantes, peligrosas, que nos obligan a mirar sobre nuestros hombros, buscando en los rincones al posible asaltante que de pronto se convierte en homicida, viéndonos con recelo, con miedo, los unos a los otros. Los chihuahuenses, antes confiados, antes seguros entre los nuestros, ahora nos tenemos miedo y sentimos que, si tocamos el claxon, si miramos de modo “incorrecto” o simplemente si tenemos mala suerte, podemos morir.

Y lo que sucede es que México no está, en estos días, para tales sacudidas. Somos un país demasiado anacrónico en tantos sentidos, somos un país que batalla tanto para adaptarse, para entender una situación de peligro y cambiar lo que sea necesario con el objetivo de no salir tan mal librado. De ahí, a fin de cuentas, esta descomposición de nuestras ciudades, de nuestra gente, de nuestra juventud: estamos ante una crisis moral, ante un dilema ético, que nos rebasa como pueblo, como entidades cívicas. Creo, sinceramente, que no somos país para tanto: el crimen organizado, en cualquiera de sus variantes, tiene un objetivo en común, aún cuando luchen entre ellos: todos buscan lo mismo y están de acuerdo en ciertas cuestiones fundamentales. Nosotros, los de este lado, no estamos de acuerdo en nada, no escuchamos a nadie y no tenemos un fin común.

Visto de este modo, pareciera que nos encontramos (y esto se ve en cualquier debate sobre este tema) ante un laberinto demasiado intrincado. Frustrantemente oscuro.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

La filosofía y la sociedad


Por el día mundial de la filosofía, la Facultad a la cual pertenezco organizó un debate entre los maestros de la Licenciatura de Filosofía para que hablaran, y preferiblemente discutieran, sobre el estado actual de la filosofía y sobre el papel del filósofo en la nuestra sociedad.

En efecto, fue un debate. Me temía yo el aciago resultado de una simple ponencia, una especie de mesa panel, en donde los profesores dijeran sus cosas y después se retirasen sin entrar nunca en un interesante y acalorado conflicto de opiniones. Curiosamente, el conflicto, o el debate, no se dio mucho entre ellos, sino entre ellos y el público, el cual estaba compuesto por otros profesores, bastantes alumnos de dicha licenciatura (con algún raro de Letras, como yo) y dos o tres sujetos un tanto misteriosos, de traje y con aspecto de haber pertenecido a la Facultad hace como cincuenta años, quienes fueron los que opinaron por la parte de los oyentes. El debate comenzó porque el profesor Pallares (que entiendo es una especie de maestro de maestros en esa licenciatura) dijo que los filósofos no están hechos para “transformar” a la sociedad, que son otros, como los ingenieros, según él, quienes están “preparados” como para transformar el mundo. Después, algunas personas del público rebatieron esto con el argumento de que los filósofos están “mucho más preparados, desde el punto de vista humano”, según uno de los hablantes, para dirigir a la sociedad hacia un estrato superior y más benigno. Así, a grandísimos rasgos.

Yo pienso que ni una ni otra, sino todo lo contrario. Es decir, creo que los filósofos y las clases intelectuales de este país, al menos, y quizá del resto del mundo, están más preocupados por debatir entre ellos mismos que por meterse de lleno a los problemas, con los pies en la tierra, para resolverlos. O al menos para ayudar a resolverlos. Ha habido excepciones, claro, pero más bien en el pasado, y no en este momento. Me gustaría que de la licenciatura en filosofía salieran, por ejemplo, algunos de nuestros políticos, algunos de nuestros diputados o senadores o alcaldes, cosa que no ocurre muy seguido. Por el contrario, las carreras humanistas se han relegado a sí mismas despreciando, por ejemplo, a la actividad política por considerarla “corrupta” e “inservible”, sin darse cuenta de que es, de hecho, el único medio de cambiar, para mejor o para peor, al mundo. La política no es corrupta en sí misma, lo corrupto son los políticos, esos que van de un puesto a otro, simplemente para seguir viviendo del presupuesto, pero perfectamente un político puede ser también un hombre culto y honesto, elevando entonces el nivel político en un país.