sábado, 28 de enero de 2012

Puente

Me gustaría saber si mi hijo, que aún no sabe que es mi hijo, que de hecho no sabe que es, me reconoce, vagamente (no estoy con él todos los días) y si acaso reconoce, o presiente, que cuando lo abrazo, cuando lo toco, cuando lo estrujo un poco porque le gusta y le divierte y lo hace reír, cuando cambio su pañal o le beso las plantas de sus pies pequeños y risibles; cuando le mordisqueo los dedos diminutos pensando que con apretar tan solo un poco podría arrancárselos; en fin, que cuando hago todo esto mi intención no es hacerlo reír o aliviar algún malestar: mi propósito es el mismo del hombre que, vagando en un bosque, encuentra un río y necesita cruzarlo, porque del otro lado hay algo que quiere y que, de no conseguirlo, seguiría viviendo entre los hombres como si nada pasara pero que, en realidad, estaría ya un poco muerto y entonces este hombre lo comprende y tumba un árbol y lo lanza sobre el río para formar una primitiva versión de un puente. Yo creo comprender a ese hombre en el bosque y, por ello, me atrevo a asegurar que, si el primer árbol-puente no funciona y es arrastrado por la corriente, continuaría talando árboles hasta matar al bosque entero, intentándolo una y otra vez sin cansancio, sin rastro de duda, con una voluntad parecida a la del terrorista con una bomba en el torso y con un botón en la mano.

miércoles, 18 de enero de 2012

No tener nada que decir

Yo me siento aquí, frente a mi computadora (que en realidad no es mía sino que más bien yo soy quien la usa, y ni siquiera soy el único que la usa, así que puedo retirar lo dicho) y miro el ventanal, que es una pintura mural inconstante y cambiante pero siempre áspera y monótona en sus tonos, en sus texturas; pienso entonces que tengo algo que decir y abro el word y ahí está la página virtual en blanco, y el puntero parpadeando, esperanzado, impaciente. Me doy cuenta entonces de la realidad dura y suave, como el metal: no tengo nada que decir. Si me pongo a golpear un poco el teclado, algo sale: oraciones, frases más o menos bien conectadas, una curiosa y fría concatenación de palabras que están ahí, rondando mi mente. Pero no estoy diciendo realmente nada.
Y es que leer buenos libros te convierte en alguien taimado y desconfiado ante tu propia escritura. Yo leo un cuento de Borges, por poner un ejemplo indiscutible, y sé, me doy cuenta ahí mismo, que él tenía algo que decir, algo importante y que halló el modo correcto, además, de decirlo. Un modo hermoso y preciso, como una sinfonía, de decir algo importante.
Y es en ese momento, ante el deslumbramiento de unas palabras bien dichas y merecedoras de estar en miles de páginas alrededor del mundo, cuando uno se da cuenta de la pequeñez de su empresa, de lo nimio que es sentarse frente a la computadora y abrir el word y escribir sobre el hecho de no tener nada que escribir.