martes, 28 de septiembre de 2010

La literatura y el narcotráfico


Hace ya años, en el 2005, hubo, en la revista Letras Libres, una pequeña polémica desatada por este artículo del crítico literario Rafael Lemus, en donde, al menos si entiendo bien, Lemus dice que no es posible narrar el narcotráfico y su violencia. Luego, uno de los autores referidos (de modo negativo) por Lemus, uno de esos autores norteños que, según Lemus, no tienen “los suficientes recursos” para escribir una verdadera novela del narco, Eduardo Antonio Parra, le responde en este otro articulito dado a la luz en la misma publicación. La polémica me parece, a pesar de haber sido muy breve, bastante interesante ya que trata sobre cómo el Norte entiende su problemática, sobre como los escritores que han nacido en estas tierras han sido influenciados por el ambiente enrarecido y ambiguo del narcotráfico. No conozco mucho de la literatura del narco (ignorancia que me propongo conjurar), sin embargo, creo que Lemus se equivoca en algunos aspectos, que señalaré. A pesar de que dichos artículos discutieron hace cinco años, hoy el tema está más presente, más punzante, que nunca.

Primero, Lemus se equivoca (y en esto coincido con Eduardo A. Parra) con respecto al narcotráfico y su naturaleza. En su crítica, Lemus define al narco como “el puto caos”, como una organización sin organización, como “un elemento anárquico”, “No hay justicia ni armonía en su imperio, se muere porque sí, se mata por lo mismo. Las causas y las consecuencias no están trenzadas”. Ese caos, esa sinrazón en sus asesinatos, no caben en una novela, ya que la narración requiere de un orden, de una causalidad en los sucesos: esto pasa por aquello. Pienso que ese concepto del narco es equivocado: el narcotráfico, el verdadero, es en sí mismo una narración. Es una historia de poder, o de la búsqueda del mismo. Es una historia de transformación, o degeneración, de un ser humano que es muchos seres humanos. Cuando matan o encarcelan a un capo, se convierte entonces en la historia, perfectamente narrable, de hecho muy novelesca, sobre la sucesión en el cártel o la organización en cuestión. Cada muerte, ordenada por el narco, tiene una historia detrás, sucede por algo: dentro del narcotráfico, a diferencia de lo que piensa Lemus, hay un tipo de justicia, muy particular y definida por los jefes de dicho cártel, pero real y, sobre todo, fatal. Si el narcotráfico se ha perfeccionado tanto y ha influenciado a prácticamente todos los aspectos de la vida de una persona que vive en territorio narco, ha sido precisamente por no ser un “puto caos”. Digo, por algo se le llama crimen organizado.

Dice Lemus: “La narrativa sobre el narco es relativamente nueva, aún no alcanza su cima. Una apuesta, bro: no habrá cima. Por lo mismo, tampoco decadencia. Ocurrirá con ella lo que con la novela de la guerrilla escrita hace treinta años: se apagará sin haberse encendido. El narco mudará y esta narrativa yacerá anquilosada”. ¿El narco mudará? Noticia de primera hora, por cierto. Mudará, ¿en qué sentido? En fin, el fragmento anterior es una opinión personal, fruto de lecturas y de la comparación entre las mismas, pero no creo que el fenómeno del narcotráfico tenga muchos parecidos con las guerrillas, no, al menos, en México, con la sola excepción de que ambos movimientos utilizan las armas. Para las guerrillas, las armas eran, de algún modo, una forma de expresar su rechazo al mundo establecido, una forma (buena o mala, ya cada quién lo juzgará) de hablar, o más bien de gritar, su enojo, su desacuerdo. Había que cambiar al mundo por medio de las armas. Cambiar al mundo. El narco no aspira a nada de eso: las armas son, simplemente, uno de los extremos del negocio, de la empresa, de la organización. Es la solución final de los traidores, los soplones, los débiles, los ambiciosos, los desleales al jefe. Es la solución del narco en contra del “puto caos”, es su forma de justicia. No aspiran a cambiar al mundo: aspiran a proteger, y preservar, su mundo. Otra cosa: espero que el pesimismo de Lemus hacia los escritores del norte que tratan el tema del narco sea infundada. Espero que los escritores que ya están (y los que vienen) sepan (sepamos) asir, comprender y recrear una realidad, una historia, que rebaza por mucho a la historia de las guerrillas. Mientras que las guerrillas, al menos en México, nunca alcanzaron un gran nivel de aceptación y protección por parte de la sociedad (ni siquiera entre los campesinos y los obreros), y por lo mismo nunca penetraron mucho en el tejido social, el narcotráfico se ha inmiscuido, se ha instalado, en donde al lector se le antoje: en el periodismo, en la intelectualidad, en la clase empresarial de todos los niveles, en las policías, en el ejército, en el sistema judicial, en los deportes, en el mundo artístico y del espectáculo. Sencillamente, está en todos lados. Lo que Lemus (y mucha gente que habita otras zonas del país) desconoce es que el narco no es solamente un fenómeno delictivo: en estas tierras, ha sido un verdadero elemento formativo, para bien y/o para mal, de nuestras ciudades, de nuestro campo, de nuestra sociedad.

La literatura sobre el narco no es solamente inevitable, sino necesaria.

sábado, 11 de septiembre de 2010

Las dos caras de la moneda


En ocasión del cierre de un evento en la Facultad, se invitó a un grupo de músicos para que amenizaran tan magno acontecimiento. Estando ya entrados, con nuestro tamalito de dulce en la mano y, colgando en el cuello, un simpático tarro en donde servían un licor de sospechosa procedencia, subió al escenario una banda. Dos guitarras, un bajo, batería y voz que sería, esta última, el blanco de las burlas de mis amables compañeritos. No de las mías, claro que no. Ciertamente, cantar no era lo suyo, por decirlo de modo amable. Eran jóvenes todos, uno de ellos estudiante (ilustre, sin duda) de la Facultad en cuestión. (Antes de todo esto había ocurrido algo extraño: a la entrada del inmueble se habían instalado, sin previo aviso y sin saber nadie de donde habían salido, cuatro o cinco hombres ya entrados en años y en kilos, en traje e incluso corbata y armados todos de instrumentos de viento poco vistos en dicha escuela, como trompetas y demás. Sax no. Hicieron ruido una media hora y después “agarraron y se fueron”, como se dice comúnmente. ¿A dónde? Nadie supo).

Cuento esto porque, mientras de mi lado, del lado del respetable público, todo era burlas y risas socarronas (no mías, claro que no), del otro lado, del lado de la banda que hacía lo suyo, todo era nervios, expectación ante la posibilidad del aplauso, miedo al abucheo que ya se avecinaba. Todo, del lado de ellos, era una sola expectativa. Estaban frente a nosotros sin saber, realmente, qué estaban haciendo, sin saber a bien que podían hacer. Vi a los que estábamos de este lado y me di cuenta de que todos estábamos del mismo lado, los de la banda y el respetable: rostros aún jóvenes que fuman y se dejan crecer la barba y se disfrazan con unos lentes gruesos que los hagan parecerse más a aquellos escritores que tanto quieren y que escriben poemas que luego les avergüenza leer ante los amigos y que buscan, pisando siempre en falso, siempre sintiéndose en el límite del error y del ridículo, alguien que lea ese cuento que hicieron bajo el poder de un hechizo todavía nuevo para ellos, alguien que aprecie ese poema que escribieron el otro día mientras fumaban un cigarro tras otro sintiéndose, y esto nunca lo dirán, nunca lo van a reconocer, sintiéndose un joven Borges, un provinciano Paz, un inseguro Huidobro. Sin saber qué hacer, sin saber si pueden hacer algo.

Esos de la banda y nosotros, que nos burlábamos, venimos del mismo barro.

martes, 7 de septiembre de 2010

Segundas impresiones de Conversación en La Catedral


Lees un libro y te gusta. Años después, lo relees y te gusta de nuevo, pero de un modo distinto. Aprecias mejor la historia: error, no la aprecias mejor, sino de diferente manera. Hay fragmentos que, en la primera lectura, pasaron desapercibidos y en la nueva lectura resultan ser los que más te impresionan. Podría decirse que, en realidad, no existe la “relectura”, sino que es siempre “otro” libro. Un buen libro es siempre muchos libros, que solo están esperando a que sepas leerlos, encontrarlos en las páginas.

Eso es lo que me está pasando con Conversación en La catedral, de mi estimado Mario Vargas Llosa. Lo leí hace como cinco años y me impresionó. Luego, lo releí en fragmentos, a veces un capítulo, a veces otro, pero solo hasta ahora lo releo íntegramente (apenas en la mitad, por el momento). En este tiempo yo he cambiado y, por tanto, también el libro, o, para darme a entender, mi percepción del libro, mi muy personal lectura. Pero lo que no ha cambiado es la impresión que me causa, la fascinación que me genera su historia, triste y fatal, y sus personajes, grises y desarraigados. Como casi todos en Vargas Llosa.

Las novelas de Mario no son muy fáciles de reseñar, ya que contienen, casi siempre, muchas historias, muchos personajes, múltiples situaciones. Lo mismo me pasó, por cierto, en este blog, con La casa verde. Conversación cuenta las historias, los destinos, de muchos personajes (de distintos estratos sociales y oficios y personalidades) enmarcados en el Perú de los cincuenta, durante el llamado “ochenio”, es decir, los ocho años en los que el general Odría gobierna ese país, estableciendo una dictadura militar que asfixia a la prensa independiente y a los demás partidos políticos y que se manejó en base a la corrupción y a la tortura, como cualquier dictadura. En ese ambiente creció, en realidad, Vargas Llosa y en ese ambiente se mueven los personajes de esta novela, Santiago Zavala, Ambrosio, Amalia, la Musa, Trifulcio, el senador Fermín Zavala, y un largo etcétera, todos ellos afectados, de un modo u otro, por la corrupción, la suciedad y la falta de escrúpulos de la gente en el gobierno, todos ellos “envenenados”, podría decirse, por el sistema, por la forma en que las cosas se manejan.

Llama la atención que, en realidad, los personajes no tienen “grandes historias”, es decir, los personajes no tienen “biografías” heroicas, excitantes, extraordinarias. Todo lo contrario: son seres bastante ordinarios, que crecen en pueblos polvorientos y después se casan y tienen algún hijo y luego trabajan aquí o allá y después mueren, sin dejar, qué duda cabe, ninguna huella a su paso, ni hacer cosas trascendentales para su país ni para sí mismos. Sin embargo, la narración de “lo que les pasa” es tan profunda, tan bien lograda, que nos resultan personajes entrañables y, entonces, esa maraña de historias personales ordinarias se convierte, sin temor a exagerar, en toda una epopeya (utilizando mal el término, claro), en una gran historia, emocionante y reveladora. Inolvidable. Una historia extraordinaria compuesta por historias personales ordinarias. Al terminar de leer la novela, como sucede con La casa verde o La guerra del fin del mundo (otras excelentes novelas de Mario), uno tiene la impresión de haberse sumergido en un microcosmos, en un mundo aparte de este mundo. Uno tiene la impresión de haber vivido y sufrido y amado y odiado en el Perú, el complejo Perú de los años cincuenta.

Vargas Llosa menciona, en su prólogo a la edición de Alfaguara, lo siguiente: “Todavía peor que los crímenes y atropellos que el régimen cometía con impunidad era la profunda corrupción que, desde el centro del poder, irradiaba hacia todos los sectores e instituciones, envileciendo la vida entera”. A través de las muchas historias que se narran en sus páginas, la novela nos muestra que la política, y en este caso la mala política, lo afecta todo, influye hasta en los actos más íntimos y privados (quizá por eso mismo los más importantes) de la vida de los seres humanos. La corrupción que “irradia” desde el centro del poder condiciona, y termina por unir, los ordinarios pero complejos destinos de los personajes, convirtiéndolos en personas llenos de frustración y de nostalgia por aquello que “pudieron haber sido” y que ya nunca serán.

El tema clave de la novela son las flaquezas de los personajes, las debilidades y las miserias de su espíritu, su propensión ya sea a la torpeza o a la maldad. Sumidos en la ignorancia y en los prejuicios, sus actos están determinados por la depresión de su mundo, por la tristeza y pobreza de sus pueblos y caseríos, por la suciedad e, incluso, la fealdad de sus ciudades. Aún cuando muchos de sus personajes son miembros de la aristocracia, senadores, ministros de gobierno, empresarios, todos están “enfermos”, podría decirse, de los vicios que los unen a todos, ricos y pobres.

Una novela muy recomendable. Como mexicano que eres, lector (a), te sentirás bien identificado por ciertas situaciones y muchos personajes.