jueves, 31 de marzo de 2011

Bibliotecas


Por la tarde, ocupado en otras cosas, fui a dar al Parque Lerdo y me pasé por la Biblioteca Municipal, silenciosa y gastada. Saqué de un estante el primer libro que encontré, los Ensayos de Montaigne, y me senté en una mesa muy baja, casi como de escuela primaria, que había cerca. Leí un ensayo, ya no recuerdo sobre qué cosa, y el pequeño prólogo de Montaigne a no sé cuál de las ediciones de sus ensayos. Detuve mi descuidada lectura y miré a mi alrededor, sintiendo, de pronto, un intenso sentimiento de cariño, de algo parecido a la ternura. A mis lados, rodeándome, estaban todos esos libros amontonados confusamente, descuidados y, seguramente, no leídos en un tiempo considerable. Allí estaban, tan pacíficos, tan pacientes como siempre. Me puse de pie y comencé a pasar mi mano, muy lento, como acariciando, el lomo de cada uno de ellos, leyendo de vez en cuando algún título o el nombre de algún autor, deteniéndome en alguno, acomodando aquél que estuviera demasiado inclinado y que casi pareciera estar sufriendo por la incómoda posición en que lo mantenían. Y recordé, entonces, mis idas, hace ya algunos años, a la aún más olvidada Biblioteca Municipal de Cuauhtémoc, mi ciudad natal, de donde me robé, vergonzosamente, no pocos ejemplares que me deslumbraron o me intrigaron lo suficiente como para arriesgarme. Cuando, después de cometida la infracción, caminaba por una calle fresca, siempre de mañana y con el objeto de mi deseo bajo el brazo, nunca, nunca sentía la más mínima culpa: era, más bien, una maravillosa felicidad, como si en lugar de robar hubiera reencontrado algo hacía mucho tiempo perdido. Recuerdo que por fin me descubrieron, cuando intentaba “reencontrar” al “Cándido” de Voltaire (en color verde limón, en espantosa edición, con prólogo, eso sí, de Fernando Savater).

Luego, me gustó mucho conocer la Biblioteca del Parque Lerdo, hará ya unos cinco años, cuando apenas había llegado yo a Chihuahua: era como el símbolo de lo que yo pensaba que me esperaba en esta ciudad y, sobre todo, en la Facultad de Filosofía y Letras. Qué mejor, pensaba yo, que estudiar sobre “esto”, que tomar clases, precisamente, de “esto” que tanto me gusta. Y cuando eso pensaba, ignoraba yo que la emoción de leer, de descubrir a los libros, estaba inevitablemente unida, al menos en mí, a la desobediencia: a no estudiar, desde el punto de vista académico, precisamente para leer, de modo libre, de un modo, podríamos decir, marginal. Me acuerdo que, en secundaria, se me ocurrió, por consejo de no sé quien, estudiar, por las mañanas, algo de electricidad. A la semana, no quería yo saber nada de eso, pero me daba un poco de vergüenza admitir que dejaría el curso, por lo tanto no dije nada. Y, en lugar de tomar esa clase, me iba al parque que está (o estaba, no sé) al lado de la Biblioteca de Cuauhtémoc, a leer la Divina Comedia, con el prólogo y las notas de Jorge Luis Borges.

Creo que esa actitud me ha causado muchos quebrantos escolares, que hubiera sido mejor evitar. Pero no puedo negar que la lectura, para mí y estoy seguro que para muchos, es más provechosa y emocionante cuando es libre y cuando está, curiosamente, relacionada con la irresponsabilidad y la marginalidad, como si se tratara de un adulterio o de una plática de herejes o conspiradores.

2 comentarios:

Taun We dijo...

Buenísimo, me hiciste recordar esas horas en la biblioteca, y claro lo mejor, el parque que sigue al lado. El Sr. que vendía naranjas con chile mmm... me da un poco de melancolía.

Saludos enormes.

Alexandro dijo...

De repente encuentra uno gente que dice que no lee porque "no hay buenos libros a la mano". Tan solo una biblioteca pequeña y descuidada como la de Cuauhtemoc tiene excelentes libros, tantos, por cierto, que uno no acabaría de leerlos.