jueves, 14 de mayo de 2009

El Camaleón



La casa no está en silencio. Las habitaciones son recorridas por inquietos visitantes que, principalmente en tríos compactos, hablan, discuten, casi en silencio, susurrando, cuidando que sus palabras no salgan del círculo cerrado. Cuidando las formas, los modos.
Algunos fuman sin tregua, encendiendo el cigarrillo con la colilla del otro. Quizá quieren creer que las palabras se disuelven como el humo. Quizá creen que las palabras salen de la boca y se elevan en el espacio, en el ámbito de la habitación, para después, mágicamente, doblegarse con sutileza, desaparecer tímidamente. Ya no son nada, se dice uno, con el cigarro erecto en su boca, el humo saliendo de su nariz. Uno gordo, de bigote espeso y barba rala, brilloso por el sudor: ya no están, piensa, leyendo el periódico, estamos seguros. Uno más flaco y con ojos profundos, completamente lampiño, piensa: ¿lo estamos?
La casa es de dos plantas: la parte inferior es la más amplia y ahí ocurre la reunión. La planta alta es más estrecha: está conformada por un laberinto de pequeños pasillos, iluminados por luces tenues y amarillentas, por donde, ocasionalmente, se ve una enfermera o un médico caminando nerviosamente, trayendo medicamentos, sueros, anestesias, hablando entre ellos, saliendo y entrando de uno de los numerosos cuartos. Es el cuarto en el cual agoniza un viejo lagarto, un camaleón que, diría él, en años mejores, disfrutaba de una omnipotencia e impunidad digna de un rey.
En días anteriores, el moribundo lagarto ha tenido una visita poco oportuna: una periodista. El Camaleón la recibió muy serio pero, secretamente, feliz y esperanzado. Esta clase de viejas bestias no acostumbran mucho al contacto con esos insidiosos y malintencionados bichos que son los periodistas, pero el Camaleón ha accedido, movido, quizá, por la curiosa sensación de debilidad que la enfermedad le ha concedido. Luego de una vida de estricta disciplina formal, de minucioso cuidado de los modos y, sobre todo, de las palabras, el viejo lagarto se dio la libertad de hablar un poco, solo un poco más abiertamente. En base a monosílabos y cuidando no atacarse a sí mismo, no manchar su memoria, el que antes fuera el Rey de los Lagartos comienza a hablar, primero sutilmente pero después, dejándose llevar por los dardos de la periodista, con mas atrevimiento, acerca de otros camaleones de influencia: él robó, él se vendió al narco, este otro fue corrupto, el de mas allá solapó la corrupción de su familia.

No debo olvidar la regla de oro: nunca atacarse a uno mismo. Caray, a mí que me cuentan, si yo vengo del fondo del hormiguero. Yo ayudé a cavarlo.
Sí. Sí, un dedicado obrero. Una hormiga, eso fui. Un hombre de Partido, carajo. A la mierda el mundo siempre y cuando mi Partido, la Manada, se salve: la nación se va a la mierda, pero el Partido, la Jauría, ahí está, inmóvil como una roca gigantesca, como un pilar muy fuerte que nos sostiene a todos. Nada más importa.
Dicen que nos quitaron del poder. Todos son unos pendejos. Nada más que pendejos. Y ciegos, además. A nosotros nadie nos quita, nosotros formamos este puto país, bola de cabrones, bola de ciegos. Tendrían que agradecernos. Nosotros formamos el hormiguero, nosotros creamos las reglas del poder, fuimos sus pioneros. Estamos en la estructura, bola de ciegos cabrones, ahí estamos. El poder dirá otras cosas, pero las dice con nuestra voz. Todavía tiene nuestro rostro, nuestro gesto. Su piel, la piel del poder, todavía es piel de camaleón. Son nosotros, pendejos.

La casa está en silencio. Un teléfono suena: es la llamada que tarde o temprano tendría que llegar desde el fondo del hormiguero. Alguien cercano al Camaleón contesta, preocupado. La voz es perfectamente audible: resuena en toda la casa:
-Que diga que está enfermo. Que no supo que dijo. Que se haga pendejo un rato. Que diga estoy enfermo y no pienso bien, mis capacidades intelectuales están mermadas: la periodista se aprovechó. Que se ataque un poco a sí mismo, que rompa la regla de oro: a fin de cuentas, nada pierde, ya se está muriendo.

El Camaleón tiene los ojos cerrados, pero no duerme. Está recordando aquellos viejos tiempos, aquéllos buenos tiempos en los que él era el jefe, el líder, el Camaleón supremo. El Dignísimo Señor Presidente Miguel de la Madrid Hurtado. El Impune.

Evidentemente, esto es una escena de ficción. Yo no sé donde está convaleciendo de la Madrid, si en un hospital o en su casa. Yo no sé cómo es la casa de De la Madrid. Yo no sé qué dijo ni qué piensa. No sé tampoco si su casa está llena de señores preocupados. Es, sencillamente, que al leer esta entrevista, que le hiso Aristegui a De la Madrid hace unos días, me llega esta imagen a la cabeza: el político viejo y corrupto, con una cola kilométrica que le pisen, diciendo, al menos, parte de la verdad que él conoce porqué el participó en ellas. Me viene a la mente la imagen de ese PRI, fiel solamente al poder y que tanto daño le ha hecho a este país en tantos sentidos pero, principalmente, en el aspecto psicológico, mental: la sensación de que solo el que tranza avanza y de que este país no tiene solución. Esa es la herencia del PRI.


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1 comentario:

Alán dijo...

Bien mi estimado, veo que esta historia la redactaste como antes te había visto, con un toque negro, personal, metiéndote en tu personaje, recuerdas las historias que escribíamos en prepa? Esa era tu alma dando a conocerse al mundo, este texto contiene esto. Felicidades...
Por cierto, conozco esa casa, enfrente existe un edificio, al que les mandaron bloquear parte de las ventanas, para que no pudieran mirar hacía ella, y en el interior vez a un sujeto, que todo los días le limpia su helicóptero...

Buenas Tardes.