sábado, 14 de agosto de 2010

Una buena y una mala


1.- El semestre apenas comienza. Regreso a la apacible facultad, de pronto demasiado apacible. Vivo cerca, así que camino de mi casa al campus, siempre por la misma ruta, la Avenida, a esas horas llena de ruido y calor: gente de un lado a otro, carros a toda velocidad, camiones que pasan rapidísimo y a solo centímetros de los incautos peatones, como yo. De pronto, una ambulancia. De pronto, alguna pequeña e ignorada manifestación por quien sabe qué cosa. Pequeñas variaciones en una rutina que, esta sí, agradezco.

Siempre me ha gustado escuchar, al ir internándome en el campus (el viejo), como va perdiéndose, diluyéndose, el rugir de esta fiera que llamamos ciudad. El alboroto incansable de la Avenida va cediendo, gradualmente, el terreno a un silencio lleno de rumores, de sombra: el Cidech y sus árboles rescatados; la pequeña Bellas Artes es un curioso paréntesis, ya que se escuchan salir de los salones gritos y aspavientos dramáticos de la gente de Teatro, una guitarra por allá, un piano más al fondo y, si te asomas por las ventanas, te encuentras con una grupo de estudiantes con las caras pintadas como mimos o con alguna joven bailarina, aún amateur, de salsa. Cruzando la Explanada, llego al pequeño bosque de Filosofía y Letras: al fondo de los árboles, el edificio, con gente sentada en las ventanas (aún en las del segundo piso), y alrededor, en el pasto y en la entrada, los grupos de muchachos fuman, leen, conversan. Ya para entonces, el ruido de la ciudad es solo un eco.

2.- Los directores de la Facultad de Filosofía y Letras tienen una curiosa pasión por construir… aunque sea a medias. Ya van, según mis cálculos, más de doce meses de que se construyeron unos nichos alrededor del camino que va hacia la entrada de dicho edificio, que seguramente no estuvieron a precio de oferta, y los “bustos” que se supone montarían en esos nichos ni sus luces. Aún así, la atenta comunidad estudiantil siempre encuentra el lado bueno y útil de las cosas: hace meses que los pobres nichos se han convertido en mesas, sillas, barra de cantina y, de vez en cuando, hasta en camas (o algo parecido).

Ahora todos nos preguntamos qué coño estarán haciendo con el patio central, que alguien nombró, presocráticamente, el Jardín Epicuro. El presocrático jardín parece haber sido víctima de un bombardeo o algo parecido, y comienzo a sospechar que todo es una maniobra tramposa y maquiavélica para que nadie se acuerde ya de los bustos perdidos.

1 comentario:

Natalia Astuácas dijo...

Holaaaaaaaaaa Alexandro.
Gracias por seguie ahí al paso de las lunas.
Un abrazo, cuidate mucho.
Te leo.
Magia y luz for you.