lunes, 27 de junio de 2011

Evasión

Un argumento en contra de la ebriedad es aquél que señala que los ebrios intentan, absurdamente, huir de la realidad. Evaden al mundo, dicen los abstemios, y cuando lo dicen se sienten orgullosos, profundamente orgullosos, de su sobriedad. Echan una última mirada, despectiva o compasiva (que es lo mismo) a un borracho que reposa su inconsciencia tirado en la calle o en el pasto húmedo de un parque o en un charco, cerca de un bar.

Luego se van a su casa y se duermen y sueñan y secretamente quisieran no despertar, quisieran habitar por siempre en ese mundo en el cual entre la mente y la materia no existe un abismo que es como una herida. La más antigua de todas; la fundamental.

Luego despiertan y es entonces el tráfico, el rugido interminable de la ciudad, el destello de sus garras. Las palabras que son simples trámites, sonidos huecos y eficientes; la sonrisa y la mano tendida que son simples formalismos, gestos desprovistos de toda trascendencia; la indignación y el escándalo por los temas de siempre, indignación que es ya una rutina, un lugar común; la repentina sensación de que todo es una gran máscara; la sensación de que los horarios y las prisas y el reloj siempre demandante son en sí una evasión más profunda, más total, de algo que está detrás de todo, de algo más puro y más armónico que hace mucho que abandonamos, que quizá nunca conocimos pero que percibíamos más cercano, como la brisa del mar o el calor del fuego.

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