lunes, 13 de julio de 2009

La enfermedad de la juventud



Oliveira y yo aprovechamos el acontecimiento de que mi novia cumplía años y para tal ocasión compramos una respetable cantidad de cerveza. Contábamos, además, con el auxilio de un vodka de dudosa reputación y de varias cajetillas de cigarros cuyos cadáveres yo descubrí a la mañana siguiente, en la parte frontal de mi casa que sirvió como escenario. Luego de que estas bebidas fueran debidamente tomadas y los cigarrillos debidamente quemados, mis pasos y los de Oliveira eran más bien tumbos y tropiezos y, para acabarla de amolar, comenzamos a hablar de temas “profundos”. Estábamos inspirados: en unos cuantos minutos, realizamos un pormenorizado examen de la complicada situación política de nuestra nación y poco nos faltó para encontrar la solución contra tantas inclemencias. En un país como el nuestro, ya es mucho pedir.
Entre todo lo dicho, se habló del idealismo y de cómo esa palabra va perdiendo su significado conforme pasan los años. Es como si el idealismo, esa forma de entender el mundo como un lugar digno de lucha y con altas posibilidades de cambiar a mejor, fuera una especie de enfermedad que se cura con los años: sencillamente, la juventud no piensa en el tiempo y en sus consecuencias, y por lo tanto, nuestros planes no acostumbran llevar, en su análisis, un recuento de fuerzas y posibilidades. En pocas palabras, pensamos tener la vida por delante, lo cual es cierto pero, por desgracia, nosotros los humanos vivimos aprox setenta años y setenta años son realmente pocos, pensándolo bien. Para la gente que “ya va de salida”, las cosas son diferentes.
Me decía Oliveira que “los viejos” siempre se excusan alegando que ya su tiempo a pasado, que ellos hicieron lo que pudieron y que tienen un pié aquí y el otro en el más allá. Sin embargo, no son excusas o pretextos: es la pura verdad. Su tiempo vital se está acabando y ya no es tan fácil soñar que el mundo cambiará, que será mejor por algo que nosotros hagamos. Ciertamente, tendremos que aprovechar el tiempo que nos queda para “idealizar” al mundo y tratar de cambiarlo lo más que se pueda. O lo más que se deje.

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