Estas palabras se revelan en mi contra.
Conspiran, las desgraciadas. Las pobresitas palabras.
Están aquí, frente a mi, sin estar realmente aquí, frente a mi.
Están en tantos lados. En muchos, al mismo tiempo.
Unas son como tumbas o fosas comunes.
Otras son como la clave de un laberinto que no podré descifrar
o como un brillo esperanzador en mitad de la calle
que resulta ser basura o un pedazo de metal, y no el oro que pensábamos.
Uno desciende a sí mismo,
en busca de las palabras,
con la misma actitud, la misma locura,
del buscador de tesoros
que derrumba su casa por una corazonada, por un indicio
que resulta ser falso.
Casi todas las palabras que encontramos son falsas:
como si fueran la piel mudada de un reptil maravilloso.
Como oropel.
Pero, a veces…
Uno desciende a sí mismo
y es entonces una voz, que no es la nuestra,
que uno reconoce como ajena
y que no es ni de diablo ni de dios
sino de algo más antiguo,
más elemental
y que es la fuente de los nombres
sin tener ella misma un nombre,
que es la raíz de las palabras
siendo en sí misma sorda y muda
e invisible a las palabras.
Que no tiene símbolo.
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