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Hace mucho tiempo, en las tierras de Palestina, un hombre que pasaría a la Historia como el Hijo de Dios fue torturado y después crucificado por Roma. Tiempo después resucito y dijo que volvería, o al menos eso cuentan. Por esa añeja razón, estoy de vacaciones y regreso a mi ciudad natal, Cuauhtemoc, a la que hacía varios meses que no visitaba.
El nombre se debe a una historia curiosa y muy mexicana, que no sé que tan cierta sea. En los años treinta, luego de que la comunidad menonita llegara al municipio, a un noble político cuauhteménse se le ocurrió que la mexicanidad de los habitantes de esta polvorienta región estaba en riesgo de ser corrompida, a causa de la creciente cantidad de hombres rubios, blancos y hablantes de un idioma demasiado diferente al nuestro. Ante el embate de los bárbaros germanos, había que defender al México Profundo y para ello, nuestro hombre buscó en la memoria lo que, para él, definiera mejor la esencia nacional. Y así, aquél triste caserío llamado San Antonio de los Arenales adoptó el nombre de un indígena ilustre quien, sin embargo, no conoció más que a su amada Tenochtitlan, bastante lejana de estas tierras muertas.
Tan muertas están que aquí nací yo. Cada que regreso siento que no me he ido nunca, a pesar del tiempo. No es, sin embargo, amor, apego ni ningún otro sentimiento fraternal lo que me generan sus calles siempre iguales, su gente cada vez mas desvencijada y gris, el amplio horizonte, bordeado por un anillo de cerros oscuros. Mas bien, cuando la miro desde el Parque El Mirador, como en la fotografía, me parece demasiado parecida a mi memoria. Un rostro igual al mío.
El nombre se debe a una historia curiosa y muy mexicana, que no sé que tan cierta sea. En los años treinta, luego de que la comunidad menonita llegara al municipio, a un noble político cuauhteménse se le ocurrió que la mexicanidad de los habitantes de esta polvorienta región estaba en riesgo de ser corrompida, a causa de la creciente cantidad de hombres rubios, blancos y hablantes de un idioma demasiado diferente al nuestro. Ante el embate de los bárbaros germanos, había que defender al México Profundo y para ello, nuestro hombre buscó en la memoria lo que, para él, definiera mejor la esencia nacional. Y así, aquél triste caserío llamado San Antonio de los Arenales adoptó el nombre de un indígena ilustre quien, sin embargo, no conoció más que a su amada Tenochtitlan, bastante lejana de estas tierras muertas.
Tan muertas están que aquí nací yo. Cada que regreso siento que no me he ido nunca, a pesar del tiempo. No es, sin embargo, amor, apego ni ningún otro sentimiento fraternal lo que me generan sus calles siempre iguales, su gente cada vez mas desvencijada y gris, el amplio horizonte, bordeado por un anillo de cerros oscuros. Mas bien, cuando la miro desde el Parque El Mirador, como en la fotografía, me parece demasiado parecida a mi memoria. Un rostro igual al mío.
3 comentarios:
así funciona el arraigo
Solo una vez he ido a Cuahtemoc, y es cierto, si algo recuerdo es que era polvorienta, y por cierto tuve un accidente ese día y me esguinze un pie haha, pero bueno creo que eso es aparte.
Al fin y al cabo todos tenemos algo de donde venimos, aunque muchas veces lo neguemos ó simplemente no lo sentimos.
se llama sindrome de estocolmo jaja
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