miércoles, 25 de agosto de 2010

¿Qué esta pasando?

Los periódicos nunca son muy alegres. Cuando las notas no son sangrientas o trágicas, son ridículas, vergonzosas o banales. ¿Qué le vamos a hacer si son un simple reflejo de eso que llamamos “la realidad”?

Pero de eso a leer de la muerte, de la ejecución, de 72 migrantes centro y sudamericanos, en Tamaulipas, ya es otra cosa. Eso es ya algo que, en verdad, te desanima. Te baja la sangre. O te la sube, depende. Es, casi, como para no leerlo. Casi, de no ser porque, ni modo, hay que saberlo. Hay que entenderlo. Asimilarlo.

Esta entrada es completamente innecesaria, desechable. No vale un centavo. No pienses, lector (a), que encontrarás aquí ideas, argumentos racionales, estadísticas reveladoras. No. No hay nada de eso. No quiero analizar la muerte de esas 72 personas. Solo puedo imaginar que fue lo que pensaron cada uno de ellos, de ellas, cuando iban a ser ejecutados, como si no valieran nada, por un grupo de hombres que hacían bromas, reían, se burlaban de ellos. Pensarían en sus familias, en la gente que los quería. Pensaban que no había forma de salvarse, que nadie los iba a ayudar. Pensaban, a la mejor, que había sido un error meterse en estos territorios sin ley. Sin ley.

Aquí solamente hay una pregunta, ¿Qué está pasando? ¿Qué carajos estamos haciendo nosotros?

viernes, 20 de agosto de 2010

La actualización del sistema / La Revolución Mexicana, de Jean Meyer

La Revolución Mexicana, por Jean Meyer.
Editorial Tusquets, 3a Edición, mayo 2009
Traducción de Héctor Pérez-Rincón G.


La historia de la Revolución Mexicana es un compendio de traiciones. Al menos, esa ha sido mi muy particular lectura de este libro de Jean Meyer, en donde el autor de origen francés nos explica, nos describe, a grandísimos rasgos, cuarenta años de la historia mexicana, de 1900 a 1940, etapa toda que él considera como revolucionaria.

Y es que, en efecto, la Revolución, así con mayúscula, no reside solamente en los fusiles de los zapatistas ni en los temibles jinetes de la División del Norte, sino en las palabras, palabras políticas, de muchos hombres y mujeres. La Revolución, más que un confuso, intrincado movimiento armado, fue, más bien, un movimiento político. La cuestión militar fue solamente la consecuencia de dicha política, pero no su negación.

La Revolución, la que se lee en el libro de Meyer, está incluso dentro del porfirísmo, cuando aún el viejo león estaba sentado en la silla presidencial. Meyer hace un excelente análisis de la situación del país en esos años, de 1900 a 1910, análisis que se basa en los números, en la cifras exactas que nos hacen comprender que Porfirio Díaz sabía que su gobierno llegaba a su final pero que no quería reconocerlo, que no veía en nadie la dignidad para sucederlo. En esos años, ya está Madero, quien, curiosamente, comienza la Revolución, la inicia, con un libro: este hecho en un país casi completamente analfabeta ya es algo notable.

Luego, vendrá la lucha. Los años, las hambrunas, las batallas de las que nos hablan los corridos y, todavía, algunos hombres y mujeres que lo vivieron. Los tiempos heroicos. Primero, con el levantamiento de Madero en contra de don Porfirio, lo que se considera la primera etapa de la Revolución armada. La más suave. El gobierno de don Porfirio se derrumba casi con facilidad: era una vieja estructura sin cimientos ni fuerza para defenderse. La estrella de Madero se eleva, pero será una estrella fugaz. Victoriano Huerta lo mata, y entonces sí, la segunda etapa de la Revolución comienza, la etapa de las grandes movilizaciones humanas, la etapa de las más grandes batallas, la etapa de la crueldad. Los nombres de Francisco Villa, Emiliano Zapata, Venustiano Carranza, Obregón en Sonora, resuenan por todo el país igual al sonido de las balas. Cuando triunfa Carranza, cuando triunfa la Revolución, los revolucionarios que ganaron comienzan a matar a los revolucionarios que no alcanzaron a llegar. Matan a Villa y a Zapata y a tantos otros.

Triunfan los revolucionarios (al menos la facción de Carranza), pero pierde la Revolución. Los 25 años siguientes, narrados por Meyer, son la historia de la traición. La institucionalización de la corrupción. El nacimiento del Sistema. Y entonces, la Revolución que se hizo para desterrar a Porfirio Díaz y a su régimen basado en el servilismo y la obediencia, se sirve de los mismos instrumentos para perpetuarse en el poder: lo que antes eran las haciendas (en exceso satanizadas por los que vendrían después) ahora son los caciques, los sindicatos aliados completamente al gobierno, y un largo etcétera.

La revolución pierde cuando gana. Y pierde cuando gana porque se basaba en un principio falso: su capital humano. Se pensaba, se esperaba (después se vio que esa primicia era falsa), que los que vendrían serían mejores que los que estaban, que Carranza y Obregón y Plutarco Elías Calles, todos ellos revolucionarios, serían más nobles, más honestos que don Porfirio Díaz y su gabinete de ancianos. No lo fueron y, en muchos sentidos, incluso los superaron en lo que se refiere a corrupción, a violencia, a cinismo.

miércoles, 18 de agosto de 2010

La unidad


Es como si, de pronto, la unidad se deshiciera. Solo un momento antes, era un bloque compacto en mi mente, algo que yo podía, recuerdo, sentir con la precisión de un golpe. Era, parecía ser, definitivo.

Entonces, se disipa. La roca se disuelve. No: no se disuelve, se divide en cientos de fragmentos y estos se rechazan entre sí.

La unidad se ha ido. Mi cuerpo y mi mente se divorcian. Se odian. El humo hiriente del cigarro y el efecto del alcohol no pueden ya hacer nada.

Y es ahí cuando me quedo callado y, si tengo que hablar, mis palabras ya no son mías.

sábado, 14 de agosto de 2010

Una buena y una mala


1.- El semestre apenas comienza. Regreso a la apacible facultad, de pronto demasiado apacible. Vivo cerca, así que camino de mi casa al campus, siempre por la misma ruta, la Avenida, a esas horas llena de ruido y calor: gente de un lado a otro, carros a toda velocidad, camiones que pasan rapidísimo y a solo centímetros de los incautos peatones, como yo. De pronto, una ambulancia. De pronto, alguna pequeña e ignorada manifestación por quien sabe qué cosa. Pequeñas variaciones en una rutina que, esta sí, agradezco.

Siempre me ha gustado escuchar, al ir internándome en el campus (el viejo), como va perdiéndose, diluyéndose, el rugir de esta fiera que llamamos ciudad. El alboroto incansable de la Avenida va cediendo, gradualmente, el terreno a un silencio lleno de rumores, de sombra: el Cidech y sus árboles rescatados; la pequeña Bellas Artes es un curioso paréntesis, ya que se escuchan salir de los salones gritos y aspavientos dramáticos de la gente de Teatro, una guitarra por allá, un piano más al fondo y, si te asomas por las ventanas, te encuentras con una grupo de estudiantes con las caras pintadas como mimos o con alguna joven bailarina, aún amateur, de salsa. Cruzando la Explanada, llego al pequeño bosque de Filosofía y Letras: al fondo de los árboles, el edificio, con gente sentada en las ventanas (aún en las del segundo piso), y alrededor, en el pasto y en la entrada, los grupos de muchachos fuman, leen, conversan. Ya para entonces, el ruido de la ciudad es solo un eco.

2.- Los directores de la Facultad de Filosofía y Letras tienen una curiosa pasión por construir… aunque sea a medias. Ya van, según mis cálculos, más de doce meses de que se construyeron unos nichos alrededor del camino que va hacia la entrada de dicho edificio, que seguramente no estuvieron a precio de oferta, y los “bustos” que se supone montarían en esos nichos ni sus luces. Aún así, la atenta comunidad estudiantil siempre encuentra el lado bueno y útil de las cosas: hace meses que los pobres nichos se han convertido en mesas, sillas, barra de cantina y, de vez en cuando, hasta en camas (o algo parecido).

Ahora todos nos preguntamos qué coño estarán haciendo con el patio central, que alguien nombró, presocráticamente, el Jardín Epicuro. El presocrático jardín parece haber sido víctima de un bombardeo o algo parecido, y comienzo a sospechar que todo es una maniobra tramposa y maquiavélica para que nadie se acuerde ya de los bustos perdidos.

martes, 10 de agosto de 2010

Mariguana S.A. de C.V.


Felipe Calderón se opone, y con él muchos otros, claro, a la legalización de las drogas y defiende la estrategia seguida hasta este momento. Es evidente, por lo demás, que se tiene que hacer “algo”, es decir, cambiar en algún aspecto lo que se está haciendo, agregar cosas, quitar algunas otras, ya que seguir exactamente igual solo nos llevaría, y ya no solo al norte del país y algunas otras zonas más o menos específicas, sino a todo el país, a hundirnos en la violencia. Se pueden hacer muchas cosas: involucrar más, exigiendo resultados y transparencia, a los estados; la policía única; ir tras el dinero, en las cuentas bancarias aquí y en otros países, de los narcos, y un largo etcétera. La legalización de la mariguana es, claro, algo que se debe de considerar e incluir, aunque sea de forma parcial, en dichos cambios.

La cuestión está como sigue. La droga, a excepción del alcohol, el tabaco y los medicamentos tipo el Tafil y esas cosas, son ilegales, sin embargo:

1.- Si yo quiero droga, sea mariguana, cocaína o bien alguna droga más rara o fuerte, puedo conseguirla. Hoy mismo. Comparando precios, incluso.

2.- El narco, sobra decirlo, es aún fuerte. Quizá hoy más que nunca, en muchos sentidos. Es rico, controla territorios y gobiernos, mata sin dificultades.

3.- Los que ganan con este negocio son dos: los narcos y los que se corrompen para que el narco funcione.

Por lo que sé, el tabaco y el alcohol son bastante más dañinos que la mariguana, por ejemplo. Si alguien ha comprado (como, para mi vergüenza y bochorno, lo he hecho yo) el mezcal Tonayan, creo que se llama, de quince pesos el litro, que es menos limpio que las aguas del canal, sabrá lo anterior con bastante certeza. Si esa bebida, ciertamente dañina para cualquier cosa que toque, es legal, ¿porqué no puede serlo una porción de mariguana de calidad, bien cultivada y limpia?

La mariguana y la cocaína, al menos, como empresas establecidas (establecidas no por los narcos actuales, claro, a esos habría que meterlos a un calabozo estilo Joe Arpagio, el caza inmigrantes de Arizona): muchos empleos, mucho dinero en movimiento, muchos impuestos. Además, le restamos bastante (aunque no completamente) al problema de la inseguridad y de la violencia. El dinero y el tiempo gastados en combatir militarmente a esos poderosos cárteles los utilizamos para concientizar a los jóvenes a no meterse drogas y, si ya lo hicieron y son adictos y quieren salirse de eso, que tengan buenas instituciones que realmente les ayuden a salir de su problema, a curarse. Gradualmente, en la medida en que el plan vaya dando resultados positivos, se legalizarían todas las drogas, aunque esto último si es más discutible.

Los grupos criminales ya van más allá del narco: extorsiones, secuestros, robo de autos, asaltos, robo de combustibles, trata de personas y de órganos, piratería, robo de información personal, etc. Estos no se acabarían con la legalización de las drogas, claro, pero sí una buena parte de ellos. Algo es algo.